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Dónde y cómo encontrar a Dios?

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04/03/2017 Dónde y cómo encontrar a Dios?


Dónde y cómo encontrar a Dios?
Sin el testimonio de Abraham, o Moisés, o Jesús de Nazaret, o Pablo de Tarso, o Mahoma, o de este padre o de esta madre, o de esa amiga, o de aquel párroco, o de aquella religiosa que conocimos, sino que también me refiero a millones de personas creyentes que pasaron por la vida sin dejar más huella que el recuerdo de quienes les conocieron. probablemente no se hubiera abierto en cada uno de nosotros el interrogante de la fe, o al menos no se hubiera mantenido abierto con la fuerza suficiente como para dar lugar a una búsqueda personal.
En la Biblia se nos dice: “Buscarás al Señor, tu Dios, y lo encontrarás si lo buscas de todo corazón” (Dt 4,29). Dios siempre nos está buscando. Busca al que está lejos y al que está junto a él. Pero sólo se deja encontrar por quien, sostenido por su gracia, lo busca de todo corazón. Sólo habita allí donde se le deja entrar. De ahí la promesa de Jesús: “Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque… el que busca, halla;y al que llama, se le abrirá” (Mt. 7,7-8)
“Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón” (Rom 10,8), “Dios no está lejos de cada uno de nosotros” (Hch 17,27). Pero el hombre está disperso, vive tan fuera de sí, que no llega a percibir esta presencia.
Meister Eckhart dice simple y llanamente: “Nadie puede conocer a Dios si no se conoce primero a sí mismo”.
 El Silencio. Solemos vivir muy agitados. Nos resulta difícil pararnos. No tenemos costumbre de entrar dentro de nuestro corazón. Y para hacerlo se requiere hacer silencio. Hemos de quedarnos en silencio y cerrar los ojos. Estar y escuchar con paz. Un filósofo y matemático británico A. Whiteheahc decía: “Religión es lo que hace uno en su soledad”. Si te quedas en silencio a solas contigo mismo podrás escuchar tus miedos y tus deseos más hondos. Aflorarán las preguntas que hay dentro de ti: ¿será grave lo que tengo?, ¿estaré acertando con la decisión que he tomado?, ¿qué va a ser de nuestro hijo?, ¿por qué me encuentro hoy tan mal?, etc. Y si continúas en silencio con paz empezarás a escuchar otras preguntas más hondas: ¿qué estoy haciendo con mi vida?, ¿Qué busco en definitiva?, ¿qué he de hacer para vivir de manera más plena?, ¿por qué he ido perdiendo contacto con Dios?, ¿por qué no lo dejo entrar en mi vida? No olvides que el silencio es el lenguaje de Dios. El silencio es la condición para que la Palabra de Dios resuene en el interior del hombre, donde, callada pero permanentemente, mora y habla. Es la condición para que la luz interior brille y así ilumine la vida. La verdad solo se puede conocer en absoluto silencio, tanto el externo como el interno. Si al cerrar tus ojos tu mente está en silencio la puerta está abierta para conocer la realidad que te anima a vivir. Esa única realidad que llena tu alma de luz y claridad. El silencio es el vientre de donde nacen los sabios. Si deseas adquirir sabiduría, vuelve a nacer en medio del silencio. Solo así encontrarás tu razón de ser, la razón por la cual has nacido. Deja el temor y permite que el silencio te posea, solo en esa inmensidad podrás escuchar la voz de Dios dentro de ti llamándote a vivir plenamente, llamando para darte a conocer todos los misterios del universo y no solamente esto, también esa voz quiere darte a conocer el secreto de la vida eterna, pero cuidado, no creas en promesas, has que esta se convierta en tu única realidad. Solo en profundo silencio podrás comprender lo que significa todo esto y sobre todo el estar vivo.
 —. “¿Para qué tendría que buscar a Dios, si encontré la felicidad en los bienes, en las riquezas y apegos de este mundo? ¿Para qué debiera buscar a Dios, si el sentido de la vida ya me lo dan los éxitos , el bienestar o los ídolos a los que el mundo adora?
 • Ciertamente los bienes, las riquezas, el consumo y los ídolos de este mundo nos llevan a adorar y a tener “dioses” para los que vivimos en este mundo, de los cuales creemos procede la salvación y la felicidad, privándonos de libertad para poder dirigirnos hacia el verdadero Absoluto. Necesitamos cultivar una sana sospecha ante nuestros autoengaños y justificaciones. No es bueno vivir de falsas consignas: “Todo da igual”, “lo importante es sentirse bien”, “no se puede saber nada”. Hemos de reconocer nuestras incoherencias y contradicciones. Decía San Agustín: “Puedes mentir a Dios, pero no puedes engañarle. Por tanto, cuando tratas de mentirle, te engañas a ti mismo”. No te engañes. Tenemos miedo a plantearnos la vida en toda su verdad. Nos da miedo cualquier experiencia que pueda poner en peligro nuestro pequeño mundo de bienestar, olvidándonos a descubrir el vacío y la mediocridad de nuestra vida. Preferimos seguir “funcionando” sin Dios porque Dios nos recuerda exigencias profundas. ¿Me atrevo ya a plantearme en serio la verdad última de la vida?
Un discípulo fue donde su maestro y le dijo: “Maestro, quiero encontrar a Dios”. El maestro, sonríe. Y como hacía mucho calor, invitó al joven a acompañarlo a darse un baño en el río. El joven se zambulló, y el maestro hizo otro tanto. Después lo alcanzó y lo agarró, teniéndolo por la fuerza debajo del agua. El joven se debatió por algunos instantes hasta que el maestro lo dejó volver a la superficie. Después le pregunta qué cosa había deseado más mientras estaba debajo del agua. “El aire”, respondió el discípulo. “¿Deseas a Dios de la misma manera?”, le pregunta el maestro. “Si lo deseas así, lo encontrarás. Pero si no tienes esta sed ardiente, de nada te servirán tus esfuerzos y tus libros. No podrás encontrar la fe, si no la deseas como el aire para respirar”.
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La vivencia de la experiencia del encuentro con Dios comporta una serie de emociones y sentimientos, llenos de contrastes: Alegría y sufrimiento; satisfacción y serenidad; entusiasmo que saca de sí y reconciliación interior; sobrecogimiento y fascinación; respeto y amor; seguridad absoluta y exposición al máximo de riesgo; sentimiento de plenitud y radical vaciamiento; sentimiento de indignidad y autoestima agradecida. La persona humana al encontrarse con Dios se siente gratificada, tranquila, sosegada, abandona sus deseos más inmediatos, renunciando a la realización de sí mismo desde su yo convertido en centro, para realizarse más allá de sí mismo. Pasa de la muerte a la vida, dicho evangélicamente: se atreve a perder su vida para salvarla. De ahí, que San Ignacio hable de los momentos de “consolación” y desolación” de la persona en su encuentro con Dios.
¿Dónde encontrar a Dios?. Ésta es la pregunta de no pocos. En realidad hay muchos caminos para abrirse a Dios. Tantos como personas. Cada vida puede ser un camino hacia ese Dios amigo que está en el fondo de todo ser humano. Pero veamos algunos de esos caminos y experiencias.
A Dios hay que buscarlo siempre en la fuente de la vida. Ésa es la dirección acertada. A través de los diferentes acontecimientos, experiencias o encuentros con personas, hemos de andar hacia la fuente. Lo importante es no pasar superficialmente junto a lo esencial. Escuchar. Estar atentos a todo lo que es origen, crecimiento y despliegue de vida más humana y liberada. Dios está ahí: en ese deseo de vivir de forma más honesta y generosa; en el esfuerzo por una convivencia más justa y pacífica; en la comunicación más respetuosa y cercana a los demás; en la búsqueda de mayor transparencia interior; en la defensa firme de la dignidad de toda persona humana; en la capacidad de dar y recibir, de amar y ser amado; en el acercamiento servicial y solidario al necesitado que sufre; en la capacidad de renovarse y vivir con esperanza a pesar del desgaste, el pecado y las contradicciones de la vida.
Dios está ahí. Cuando el ser humano trabaja y lucha, cuando ama, goza o sufre, cuando vive y cuando muere, no lo hace solo, sino acompañado y sostenido por la presencia de Dios. Nosotros podemos estar atentos o no prestarle atención alguna, podemos acogerlo o rechazarlo, pero el Espíritu de Dios está ahí, siempre como dador de vida.
El Dios que se nos revela en Jesús es un Dios que interviene en la vida del hombre sólo para salvar, para liberar, para potenciar y elevar la vida de los hombres. Un Dios que está siempre al lado del hombre frente al mal que le oprime, lo desintegra, lo deshumaniza. Un Dios que quiere únicamente el bien del hombre.
No hace falta añorar experiencias extraordinarias. Con ojos limpios y sencillos, a Dios se le puede intuir en experiencias normales de la vida cotidiana: en nuestras tristezas inexplicables, en el deseo insaciable de felicidad, en nuestro amor frágil e inconstante, en las añoranzas y anhelos, en las preguntas más hondas, en el mal sabor del pecado oculto, en nuestras decisiones más responsables, en la búsqueda sincera.
Dios está en todas partes. Está, sin duda, en las mil experiencias positivas de la vida: en el hijo que nace, en la fiesta compartida, en el trabajo bien hecho, en el acercamiento íntimo de la pareja, en el paseo que relaja, en el encuentro amistoso que renueva, en el disfrute de la música. ¿Por qué no elevar el corazón a Dios y dar gracias?
Pero está también en las experiencias más dolorosas y duras. A veces podemos captar su cercanía en nuestra propia soledad. En el fondo, todos estamos solos ante la existencia. Esa soledad última sólo puede ser visitada por Dios. Si penetramos hasta el fondo en nuestro desamparo, tal vez escuchemos la invitación a reconocer la presencia del Amigo fiel que acompaña siempre. ¿Por qué no abrirnos a él?
También en el sufrimiento puede el corazón humano orientarse hacia Dios. El mal físico o moral nos desgarra. No hemos nacido para sufrir. La muerte de un ser querido, el anuncio de una enfermedad incurable, la frustración de un amor, el fracaso de una empresa importante… son acontecimientos que pueden despertar la desesperación, pero son también experiencias que nos ponen en contacto con nuestra caducidad en toda su desnudez y nos invitan a una respuesta más radical. También entre lágrimas se puede escuchar la presencia de Dios: “No temas. Yo estoy contigo. Soy tu Dios y tu Salvador. Eres precioso a mis ojos, y yo te amo” (Is 43). ¿Por qué no quejarnos ante él?, ¿por qué no buscar su salvación?
Otras veces podemos encontrar a Dios en nuestra mediocridad. Van pasando los años, y siempre la misma pobreza. Cambian las cosas pero nosotros no cambiamos. Y llega el desgaste, el envejecimiento interior y el cansancio. Siempre esa dificultad para creer y esa resistencia a amar. Siempre el mismo pecado. Dios está también ahí. Su presencia es respeto, amor y comprensión. ¿Por qué no invocarle?
Podemos también intuirlo a través de nuestras dudas y confusión. Cuando todo parece tambalearse y no acertamos ya a creer en nada ni en nadie, queda Dios. Cuando nadie puede ayudar, cuando parece que no hay salida y todo es inútil, Dios está ahí. No pienses si eres creyente o no. Dios entiende, ama y lo conduce todo hacia el bien. ¿Por qué no confiar en él?
El Dios que se nos revela en su Hijo Jesús es un Dios discreto que n o humilla. No es un Dios exhibicionista que se ofrece en espectáculo. Es un Dios oculto en la historia, que se ofrece como fuente de vida y de sentido a todo el que se abre a su gracia. A este Dios cercano lo podemos escuchar en las experiencias normales de nuestra vida. Solo necesitamos unos ojos más limpios y sencillos, una atención más honda y despierta hacia el misterio de la vida, una escucha fiel de los innumerables mensajes y llamadas que irradian la misma vida.
c) Experiencias de especial “densidad”
Dentro del vivir diario, pueden darse momentos en los que la invitación a advertir la presencia de Dios puede ser más perceptible. La vida misma, vivida con suficiente hondura, ofrece experiencias que, por su densidad, nos pueden remitir más allá de nosotros mismos.
Algo de esto puede suceder cuando, en medio de trabajos y penas, perseveramos en una vida digna desde una fuerza cuyo origen no acertamos a abarcar; cuando hemos perdonado sin que ese perdón callado haya sido valorado por nadie; cuando nos hemos sacrificado por alguien sin que nuestro gesto haya merecido reconocimiento alguno, e, incluso, sin sentir satisfacción interior; cuando nos hemos arriesgado en una decisión noble siguiendo exclusivamente la voz de la conciencia, sin poder dar más explicaciones a nadie; cuando hemos hecho algo por “puro amor” aunque nuestro gesto pudiera parecer absurdo o ingenuo; cuando sufrimos el mal sin desesperar, apoyados en “algo” que se nos escapa; cuando oramos en medio de las tinieblas y “sabemos” que estamos siendo escuchados aunque no podemos mostrar ninguna prueba que lo verifique.
En la medida en que dos seres se aman sinceramente, purificando su amor de egoísmos y posesividad, podrán captar en su intercambio amoroso, de forma tenue pero real, el amor mismo de Dios. Si ahondan en su experiencia, tal vez perciban que en su amor hay “algo más” que lo que ellos se pueden comunicar; tal vez intuyan que es el Amor la fuente oculta y misteriosa de la que provenimos y a la que estamos llamados.
Pero Dios no es amor de cualquier manera. Es amor gratuito. Por eso, el mejor camino para acercarnos a él es abrirnos gratuitamente a la necesidad del hermano. Sería una equivocación quedarnos sólo en el amor que busca ser correspondido. Es necesario aprender a amar buscando desinteresadamente el bien del otro, trabajando por un mundo más justo y solidario, sirviendo al necesitado. Podemos decir que el lugar privilegiado para encontrar a Dios es el pobre, el necesitado, el que ha sido excluido del amor interesado de todos. Este amor real y gratuito al prójimo que no nos puede corresponder se convierte en el criterio decisivo y purificador de todo otro camino o experiencia. A Dios lo hemos de buscar no donde nosotros quisiéramos, sino donde mejor puede ser encontrado.
Queremos recordaros la conocida parábola de Jesús sobre el juicio final. Según el relato, son declarados benditos del Padre los que han hecho el bien a los necesitados: hambrientos, extranjeros, desnudos, encarcelados, enfermos; no han actuado así por razones religiosas, sino por compasión y amor al que ven sufrir. Los otros son declarados malditos no por su incredulidad o falta de religión, sino por su falta de corazón ante el sufrimiento ajeno (Mt 25,31-46).
Dios, amor gratuito, encarnado en Jesús, está, precisamente por ello, identificado con el pobre. Lo que se hace a uno de esos pequeños, se le hace a él. Por eso, lo que conduce hacia Dios es el amor al que sufre. Nunca la religión podrá suplir la falta de este amor. En estos momentos en que no pocos viven una fe vacilante y sin caminos claros hacia Dios, os queremos recordar a todos este mensaje esencial de Jesús: hay un camino que siempre conduce a él: el amor al necesitado. Éste es el camino universal, accesible a todos. Por él peregrinamos hacia el Dios verdadero creyentes y no creyentes.
El verdadero poder de Dios está en la impotencia, la humillación y el sufrimiento con los débiles y crucificados. Precisamente eso es lo que descubrimos en la cruz. Dios no es impasible ni insensible a nuestro sufrimiento. En la cruz descubrimos sorprendidos que Dios sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento “le salpica”. Dios no puede amarnos sin sufrir.
De cuanto hemos dicho, podemos decir, que la presencia de Dios es tan penetrante que “habita” lo más recóndito de nuestra intimidad. San Agustín lo experimentó y lo expresó magistralmente cuando dijo que la presencia de Dios era “más íntima que nuestra propia intimidad! Pero a continuación expresó también que esta inhabitación de Dios en lo más profundo de nosotros mismos no era un modo de poseer o expresar a Dios en nosotros. Su libertad es máxima. La experiencia del creyente, cuando tratamos de retener o apresar a Dios, se nos escurre y lo perdemos. De ahí que la experiencia creyente diga, como señalaba a continuación San Agustín, que Dios era “superior o más trascendente que todo lo que poseo”.
Deberíamos comenzar siendo sinceros ante cuanto vivo, y tratar de responder: ¿Qué es lo que ahora de verdad me importa en la vida? ¿Me importa Dios de verdad? ¿Estoy dispuesto a buscarle? ¿Qué deseos hay dentro de mí?:
 Quiero vivir con más luz y más verdad. - Quiero vivir con más profundidad, conectando con lo esencial. - Quiero vivir de manera más digna y responsable. - Quiero vivir con más alegría. - Quiero vivir desde dentro y no sólo desde fuera. - Quiero encontrar un camino acertado para vivir. - Quiero vivir de manera más intensa y constante. - Quiero llenar mi vida de amor. - Quiero…
“Espíritu libre, líbranos de todo lo que nos hace esclavos, llámanos a la libertad.”
Haznos libres de la mirada que juzga y condena, libres para reconocer cuando nos equivocamos,
libres para decir lo que sabemos y reconocer lo que no sabemos, libres para sentir y agradecer lo que recibimos de las demás, libres para curar a otros y otras de sus heridas y curar las nuestras, libres para escuchar con el corazón, para estar dispuestos a cambiar,
“Líbranos, Espíritu liberador de todo lo que nos esclaviza. Danos tu libertad”
Llámanos a liberarnos de los sistemas que excluyen, Llámanos a vivir libres de estructuras que oprimen, Llámanos a vivir libres de prácticas que nos esclavizan, Libéranos de los sentimientos de culpabilidad, del temor y de todo lo que nos impide seguir adelante, Ayúdanos a luchar contra todo lo que niega la libertad de cada ser humano
“Danos tu fuerza, Espíritu Bondadoso, para que usemos proféticamente nuestra libertad”
Para liberar a otras personas. para liberar a toda la humanidad y a la Creación, para liberar de la violencia, la intolerancia, para acercarnos a Dios y a los demás tal y como somos, pero con todo lo que somos, para tomar decisiones valientes y vivir la Justicia según el Espíritu.
 Para poder encontrarse con Dios es necesario descender al fondo de sí mismo, reflexionar, recogerse, no vivir dispersos, profundizar en los grandes interrogantes de la vida: “No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” (San Agustín).
. Mantener nuestra alma en paz supone una cierta sencillez: “No pretendo grandezas que superan mi capacidad.” Hacer silencio es reconocer que mis preocupaciones no pueden mucho. Hacer silencio es dejar a Dios lo que está fuera de mi alcance y de mis capacidades. Un momento de silencio, incluso muy breve, es como un descanso sabático, una santa parada, una tregua respecto a las preocupaciones.
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